Salmo 30(29),2.4.5-6.11-12a.13b.
“Acción de
gracias después de una grave enfermedad”
Yo te
glorifico, Señor, porque tú me libraste
y no
quisiste que mis enemigos se rieran de mí.
Tú, Señor,
me levantaste del Abismo
y me hiciste
revivir,
cuando
estaba entre los que bajan al sepulcro.
Canten al
Señor, sus fieles;
den gracias
a su santo Nombre,
porque su
enojo dura un instante,
y su bondad,
toda la vida:
si por la
noche se derraman lágrimas,
por la
mañana renace la alegría.
«Escucha,
Señor, ten piedad de mí;
ven a
ayudarme, Señor.»
Tú convertiste
mi lamento en júbilo,
¡Señor, Dios
mío, te daré gracias eternamente!
Evangelio
según San Juan 4,43-54.
"Si no
ven signos y prodigios, ustedes no creen".
“Jesús
partió hacia Galilea.
El mismo
había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo.
Pero cuando
llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había
hecho en Jerusalén durante la Pascua; ellos también, en efecto, habían ido a la
fiesta.
Y fue otra
vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un
funcionario real, que tenía su hijo enfermo en Cafarnaún.
Cuando supo
que Jesús había llegado de Judea y se encontraba en Galilea, fue a verlo y le
suplicó que bajara a curar a su hijo moribundo.
Jesús le
dijo: "Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen".
El
funcionario le respondió: "Señor, baja antes que mi hijo se muera".
"Vuelve
a tu casa, tu hijo vive", le dijo Jesús. El hombre creyó en la palabra que
Jesús le había dicho y se puso en camino.
Mientras
descendía, le salieron al encuentro sus servidores y le anunciaron que su hijo
vivía.
Él les
preguntó a qué hora se había sentido mejor. "Ayer, a la una de la tarde,
se le fue la fiebre", le respondieron.
El padre
recordó que era la misma hora en que Jesús le había dicho: "Tu hijo vive".
Y entonces creyó él y toda su familia.
Este fue el
segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea”.
Comentario
del Evangelio por: San Anastasio de
Antioquía (?c - 599),
monje, después patriarca de Antioquía
Homilía 5, sobre la Resurrección de Cristo,
6-9; PG 89,
1358-1362 (trad. breviario,
difuntos)
“Tu hijo está vivo”
“Para
esto murió y
resucitó Cristo:
para ser Señor
de vivos y muertos” (Rm 14,9). Pero, no
obstante, Dios “no es Dios de muertos, sino de vivos” (Lc 20,38). Los muertos, por tanto, que tienen como Señor al
que volvió a la vida, ya no están
muertos, sino que viven, y la vida los penetra hasta tal punto que viven
sin temer ya a la muerte. Como Cristo
que, “una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más”, (Rm 6,9), así ellos también,
liberados de la corrupción,
no conocerán ya la muerte y participarán
de la resurrección de Cristo, como Cristo participo de nuestra muerte. Cristo, en efecto, no
descendió a la tierra sino “para destrozar las puertas
de bronce y quebrar los cerrojos de hierro” (Sal. 106,16), que, desde antiguo, aprisionaban al hombre, y para
librar nuestras vidas de la corrupción y
atraernos hacia él, trasladándonos de la esclavitud a la libertad. Si este plan de salvación no lo
contemplamos aún totalmente realizado —pues
los hombres continúan muriendo, y sus cuerpos continúan corrompiéndose
en los sepulcros—, que nadie vea en ello
un obstáculo para la fe. Que piense más bien
cómo hemos recibido ya las primicias de los bienes que hemos mencionado
y cómo poseemos ya la prenda de nuestra
ascensión a lo más alto de los cielos, pues
estamos ya sentados en el trono de Dios, junto con aquel que, como
afirma san Pablo, nos ha llevado consigo
a las alturas; escuchad, si no, lo que dice el Apóstol: “Nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha
sentado en el cielo con él”. (Ef. 2,6)