Evangelio según San Marcos 10,13-16.
“Le trajeron
entonces a unos niños para que los tocara, pero los discípulos los
reprendieron.
Al ver esto,
Jesús se enojó y les dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se
lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos.
Les aseguro
que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él".
Después los
abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos"
Comentario del Evangelio por Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897),
carmelita descalza, doctora de la Iglesia
Manuscrito
Autobiográfico C, 2 v°-3 r°
“Dejad que los niños se acerquen a mí”
Usted, Madre, sabe bien que yo siempre he
deseado ser santa. Pero, ¡ay!, cuando me comparo con los santos, siempre
constato que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña
cuya cumbre se pierde en el cielo y el oscuro grano que los caminantes pisan al
andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede
inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo
aspirar a la santidad. Agrandarme es imposible; tendré que soportarme tal cual
soy, con todas mis imperfecciones. Pero quiero buscar la forma de ir al cielo
por un caminito muy recto y muy corto, por un caminito totalmente nuevo.
Estamos en un siglo de inventos. Ahora no
hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera: en las
casas de los ricos, un ascensor la suple ventajosamente. Yo quisiera también
encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña
para subir la dura escalera de la perfección. Entonces busqué en los Libros
Sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y leí estas palabras
salidas de la boca de Sabiduría eterna: El que sea pequeñito, que venga a mí
(Pr 9,4).
Y entonces fui, adivinando que había
encontrado lo que buscaba. Y queriendo saber, Dios mío, lo que harías con el
que pequeñito que responda a tu llamada, continué mi búsqueda, y he aquí lo que
encontré: Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo; os llevaré en
mis brazos y sobre mis rodillas os meceré (Is 66,13). Nunca palabras más
tiernas ni más melodiosas alegraron mi alma ¡El ascensor que ha de elevarme
hasta el cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso, no necesito crecer; al
contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que empequeñecerme más y más.
Tú, Dios mío, has rebasado mi esperanza, y yo quiero cantar tus misericordias
(Sal. 88,2 Vulg).
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